Sin título
Poco antes que terminara el día de ayer, ocho de noviembre, me fui a dormir, tratando aparentar que no pasaba nada. Eran las once y media de la noche. Al acostarme sentía sienta intranquilidad, cierto nerviosismo que me hizo recordar el terror y la ansiedad que sentí el martes once de septiembre de dos mil uno. Unas dos horas más tarde, desperté y leí en The New York Times que Donald Trump había ganado, irremediablemente. Lo peor está ocurriendo. Estados Unidos está hablando, no sé si por primera vez, la verdad sobre su sistema político, su sociedad, sin afeites ni retoques: vivimos en una sociedad racista, misógina, de odio al inmigrante, demagoga, intolerante. Es el mentís de todo lo que pregona, a esos “valores universales” que imponen a sangre y fuego. Y ahí están todos, desde la población blanca, rural y pobre que salió a votar para recuperar la “América perdida” hasta los ricos y citadinos (y blancos) conservadores moderados que se esconden tras el velo de la corrección.
Ahí está David Brooke que escribió ayer, en las páginas de The New York Times, que se necesitaba un “tercer patriótico partido” que comprendiera que “el mundo se beneficia cuando América es una potencia líder y enérgica”. Una declaración a lo Trump, un trumpismo educado, pero lleno de la misma avasalladora ignorancia.
Muchos norteamericanos de los más diversos orígenes étnicos y socioeconómicos, conocerán hoy, por primera vez, la América profunda que los medios establishment de este país trataron de escamotear, con éxito, por tantos años, de la misma manera que se enteraron quince años atrás, el once de septiembre de dos mil uno, que había gente en el mundo que los odiaba. No lo podían creer, “¿nos odian? ¿a nosotros?”, se preguntaban.
Más allá de la metáfora y de las lecturas “intelectuales” que se puedan hacer de los hechos, la persona Donald Trump, esa que no se ha escondido para mentir, el extremista, el delirante, el déspota, será el inquilino de la Casa Blanca por cuatro años. Tengo miedo y asco. Pero sobre todo me preocupan mis hijos, los hijos de mis amigos y de los que no lo son tantos, los hijos de todos nosotros, que verán a lo más venal y vulgar (y miserable) de este país implementar unas políticas domésticas e internacionales que no traerán más que pesar y desasosiego. Paul Krugman no lo puede creer, escribe hoy en The New York Times y se pregunta, “Is America a failed state and society? Me temo que sí, míster Krugman, aunque quisiera pensar lo contrario por los mismos que temo en este día que apenas comienza y que es tan triste y desolador como aquel martes, once de septiembre de dos mil uno.
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