Estamos de aniversario
Por estos días celebro los quince años. Son “mis quinces” y aún no he pensado en tomarme las fotografías propias de la ocasión. No he hecho fiesta, no quiero fiestas, ni siquiera un callado recordatorio salpicado con alguna bebida espiritosa. Han sido quince años que pesan como quince días, así de fugaces, perentorios; los he debido, más mal que bien, que apurar, que sortear entre el desencanto, la amargura y la frustración –un largo período más que especial. Hace quince años, el diecisiete de septiembre de mil novecientos noventa y dos me abandoné a mí mismo, me serruché el piso, me cerré el cielo y comencé a errar. Estoy de aniversario: quince [crueles] abriles, salpicados de comidas exóticas y “nacionales”, abundancia de bebidas, más baratas, menos caras, viajecitos por el país de adopción y una escapadita a Europa, inversiones más o menos afortunadas en bienes raíces, bienes de consumo a tutiplén, años de trabajos diversos, desde repartidor de comidas hasta maestro de secundaria. Voy a celebrar estos quince años mirando hacia atrás, hacia lo dejado a la intemperie, mirando sin esperanza alguna estos quince, sin oropel ni festejos.
En los predios del pasado descubro dos caras que son la cifra de todo lo que se apiñó como promesa del futuro: son mis hijos cubanos, que con los años han devenido menos hijos, más progenie. Para mitigar el dolor me impuse un disciplinado olvido afectivo que ha ido invadiéndolo todo, saturándolo casi todo, a tal punto que gozo de una impunidad en el orden de los afectos que sólo consigo mitigar a fuerza de voluntad y deseos. Esas dos caras despiden sus contornos y se transforman en la geografía de una isla y sus cayos adyacentes, en la oscura, apenas perceptible, geometría de una sacristía –una vida chamuscada en el oráculo de un dios que asiste, con paciencia, al teatro de marionetas que ha creado y se le ha ido de las manos, de esas sus manos finas y gastadas por los hilos que ya no están ¡ay! entre ellas.
El pasado también está hecho de olor, o de tufo, como se prefiera. Los olores del campo después de la lluvia, por un lado, la fetidez del pantano en el que he vivido unos imprevistos quince años. ¿Será, me pregunto, que ese dios, dramaturgo y actor consumado en charadas de muy buen gusto, me ha regalado el extrañísimo privilegio de ver la obra teatral en la que actúo desde un palco disimulado donde los actores agotados rechinan los dientes? Olores que perviven en la memoria, que se pasean de noche, oníricos ellos, que se empujan y empañan con sus suaves vahos los cristales de estos ojos que hace tanto tiempo no miran si no una realidad indeseada, nunca asumida como la que es, en la que se deslizan con brutalidad y descaro, los días con sus noches, los trabajos sin reposo, la fe sin esperanza. Los efluvios de esos olores empañan aún más el espejo en el que miro, lo hacen más enigmático –del hermoso himno al amor que escribió Pablo a los Corintios sólo ese verso persevera, y no es poca cosa. De otro lado, la insistencia pestilente, la inconsistencia de este solar yermo, desalmado, patético hasta la caricatura, en el que pervivo.
De estos quince años guardo con especial esmero la certeza de que si el grano de trigo no cae en tierra y muere, no da frutos. Quizás sea la única certeza, el único convencimiento de estos quince, el regalo especial que me ha hecho la vida, o Dios, quién sabe. Fue como morir; ha sido como un morir lento, aplazado por la circunstancia de la biología o de la providencia y en el que me ha sido dado recapitular mi historia personal en su contexto, en su gran y en su pequeño contexto, parodiando a Kundera. En este plazo de quince años la obsesión por el recuerdo del pasado, la reconstrucción minimalista del mismo, ha sido el ejercicio del espíritu, la corrupción del cuerpo. Adorno, en su breviario sobre la vida dañada, apunta que la vida pasada del emigrante queda anulada y que ni el propio pasado está ya seguro frente al presente, que cada vez que lo recuerda lo consagra al olvido –la mía ha sido una vida de quince años dedicada a olvidar sin anular, a cultivar momentos de entrega en los que intento anular el presente para no olvidar el pasado. Sé que de manera irremediable lo anterior a la ruptura queda encapsulado y es susceptible de ser modificado hasta la adulteración pero el ejercicio interior de recuperarlo hasta los detalles menos sustanciales nos previene de la indefensión. Un día tras otro, un recuerdo encima de otro, un olvido trasegado, ¿para qué más? ¿para qué anestesiarse? De lo que se trata es de asumir el daño, la vida dañada, sin paliativos, sin esa adjetivación voluntaria que quiere cubrir la desnudez, lo descarnado del ser en extrañeza óntica.
Post scríptum: a la irreparable lista de pérdidas, olvidos y anulaciones, debo, en justicia, consignar el amor encontrado y compartido, el despliegue de ese amor en hijos, norteamericanos ahora, cuyas caras también despiden sus contornos y se transforman en cifra redentora, en certeza de un por venir en el que quizás alcance algo de paz, de sosiego.
Por estos días celebro los quince años. Son “mis quinces” y aún no he pensado en tomarme las fotografías propias de la ocasión. No he hecho fiesta, no quiero fiestas, ni siquiera un callado recordatorio salpicado con alguna bebida espiritosa. Han sido quince años que pesan como quince días, así de fugaces, perentorios; los he debido, más mal que bien, que apurar, que sortear entre el desencanto, la amargura y la frustración –un largo período más que especial. Hace quince años, el diecisiete de septiembre de mil novecientos noventa y dos me abandoné a mí mismo, me serruché el piso, me cerré el cielo y comencé a errar. Estoy de aniversario: quince [crueles] abriles, salpicados de comidas exóticas y “nacionales”, abundancia de bebidas, más baratas, menos caras, viajecitos por el país de adopción y una escapadita a Europa, inversiones más o menos afortunadas en bienes raíces, bienes de consumo a tutiplén, años de trabajos diversos, desde repartidor de comidas hasta maestro de secundaria. Voy a celebrar estos quince años mirando hacia atrás, hacia lo dejado a la intemperie, mirando sin esperanza alguna estos quince, sin oropel ni festejos.
En los predios del pasado descubro dos caras que son la cifra de todo lo que se apiñó como promesa del futuro: son mis hijos cubanos, que con los años han devenido menos hijos, más progenie. Para mitigar el dolor me impuse un disciplinado olvido afectivo que ha ido invadiéndolo todo, saturándolo casi todo, a tal punto que gozo de una impunidad en el orden de los afectos que sólo consigo mitigar a fuerza de voluntad y deseos. Esas dos caras despiden sus contornos y se transforman en la geografía de una isla y sus cayos adyacentes, en la oscura, apenas perceptible, geometría de una sacristía –una vida chamuscada en el oráculo de un dios que asiste, con paciencia, al teatro de marionetas que ha creado y se le ha ido de las manos, de esas sus manos finas y gastadas por los hilos que ya no están ¡ay! entre ellas.
El pasado también está hecho de olor, o de tufo, como se prefiera. Los olores del campo después de la lluvia, por un lado, la fetidez del pantano en el que he vivido unos imprevistos quince años. ¿Será, me pregunto, que ese dios, dramaturgo y actor consumado en charadas de muy buen gusto, me ha regalado el extrañísimo privilegio de ver la obra teatral en la que actúo desde un palco disimulado donde los actores agotados rechinan los dientes? Olores que perviven en la memoria, que se pasean de noche, oníricos ellos, que se empujan y empañan con sus suaves vahos los cristales de estos ojos que hace tanto tiempo no miran si no una realidad indeseada, nunca asumida como la que es, en la que se deslizan con brutalidad y descaro, los días con sus noches, los trabajos sin reposo, la fe sin esperanza. Los efluvios de esos olores empañan aún más el espejo en el que miro, lo hacen más enigmático –del hermoso himno al amor que escribió Pablo a los Corintios sólo ese verso persevera, y no es poca cosa. De otro lado, la insistencia pestilente, la inconsistencia de este solar yermo, desalmado, patético hasta la caricatura, en el que pervivo.
De estos quince años guardo con especial esmero la certeza de que si el grano de trigo no cae en tierra y muere, no da frutos. Quizás sea la única certeza, el único convencimiento de estos quince, el regalo especial que me ha hecho la vida, o Dios, quién sabe. Fue como morir; ha sido como un morir lento, aplazado por la circunstancia de la biología o de la providencia y en el que me ha sido dado recapitular mi historia personal en su contexto, en su gran y en su pequeño contexto, parodiando a Kundera. En este plazo de quince años la obsesión por el recuerdo del pasado, la reconstrucción minimalista del mismo, ha sido el ejercicio del espíritu, la corrupción del cuerpo. Adorno, en su breviario sobre la vida dañada, apunta que la vida pasada del emigrante queda anulada y que ni el propio pasado está ya seguro frente al presente, que cada vez que lo recuerda lo consagra al olvido –la mía ha sido una vida de quince años dedicada a olvidar sin anular, a cultivar momentos de entrega en los que intento anular el presente para no olvidar el pasado. Sé que de manera irremediable lo anterior a la ruptura queda encapsulado y es susceptible de ser modificado hasta la adulteración pero el ejercicio interior de recuperarlo hasta los detalles menos sustanciales nos previene de la indefensión. Un día tras otro, un recuerdo encima de otro, un olvido trasegado, ¿para qué más? ¿para qué anestesiarse? De lo que se trata es de asumir el daño, la vida dañada, sin paliativos, sin esa adjetivación voluntaria que quiere cubrir la desnudez, lo descarnado del ser en extrañeza óntica.
Post scríptum: a la irreparable lista de pérdidas, olvidos y anulaciones, debo, en justicia, consignar el amor encontrado y compartido, el despliegue de ese amor en hijos, norteamericanos ahora, cuyas caras también despiden sus contornos y se transforman en cifra redentora, en certeza de un por venir en el que quizás alcance algo de paz, de sosiego.
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