Saturday, December 02, 2017

De la fe y de la verdad, y del deber del testimonio*

Extraña relación la que existe entre las ideas y las personas—las pasiones que despiertan las ideas no son comparables con las que levantan las personas. Las ideas tienen siempre algo de frialdad, de inmovilismo; las personas, por el contrario, son portadoras de movimiento, de lo cálido. Las personas al morir se convierten en ideas, ideas cada vez más olvidadas, hasta que desaparecen totalmente. ¿Quién habla hoy de mis abuelos? Muy pocos. ¿Y de los padres de mis abuelos? Menos todavía. ¿Y de los padres de los padres de mis abuelos? Nadie. Ni siquiera la fe de bautismo, si la hubo. Podría, quizás, encontrarse rastros de esos antepasados en el ADN. Si la persona tuvo alguna presencia o actuación públicas puede que sobreviva en los fríos y cada vez menos frecuentados libros de historia, eruditos o escolares, o que su nombre se perpetúe en una calle, una plaza, un edificio público o privado. Llegará el momento en que pocos, muy pocos sepan que bajo ese nombre alguna vez hubo carne y sangre, alma y vida, pasión y muerte, y en que ese nombre no será sino la manera de identificar a alguien, algo.

Hay personas que en vida se convirtieron en encarnación o símbolo de ciertas ideas que, después de muertas esas personas, toman cuerpo en muchos otros. Tal es el caso del más famoso de los muertos, Jesús, a quienes muchos creen vivo, y del testimonio de los que lo conocieron se alimenta esa fe. Jesús muerto no sería fuente, cuerpo, de una fe viva. Otros quedan como recuerdos, precursores de esto, realizadores de lo otro. Los hay que viven en sus versos o su prosa, o en sus lienzos, o en su música. ¿Quién podría olvidar totalmente a Shakespeare, Cervantes, el Bosco, Bach? Estamos colonizados por esos nombres que en muchos casos significan poco o nada para un chino, un mongol o un aborigen de Tasmania. Como, para nosotros, las más de las veces los nombres que esas otras culturas recuerdan no significan nada. ¿Qué cubano está al tanto hoy, por ejemplo, de la literatura o el arte clásicos, o contemporáneos, de Birmania? Sin embargo, el de Shakespeare o Cervantes, Dante o Víctor Hugo es nuestro imaginario, poblado de esos nombres y de muchos otros, y no renunciamos a ellos, los retenemos junto a nosotros, los desempolvamos cuando algunos los olvidan o quisieran olvidar, los perpetuamos... de algún modo viven en, y por, nosotros. Quien lee a Shakespeare o a Cervantes, o se detiene ante un cuadro del Bosco, o escucha una partita de Bach, es mejor después de esa experiencia; siquiera momentáneamente. O debería serlo. Entre sus otras funciones, lo bello o lo sublime nos recuerdan que lo real escueto no solo puede ser feo, sino insoportablemente inhumano. Lo humano es siempre en alguna medida anhelo de humanidad.

Hay otras maneras de hacer que la humanidad se eleve por sobre su propia miseria. Hay maneras políticas de hacer que seamos mejores—luchar para que todos los seres humanos tengan una vida digna, aquí en la tierra, luchar para que se les respete en su dignidad de hijos de Dios, según nos enseña la doctrina cristiana, o de personas naturalmente dotadas, por el hecho de ser eso, personas, de los mismos derechos, según proclama toda doctrina que se reivindique a sí misma como  humanista, obrar para que de los bienes (comunes) que hemos recibido o creado no se apropien indebidamente unos pocos. Bienaventurados serán cuando los insulten y persigan, y digan todo género de mal contra ustedes falsamente, por causa de Mí, por causa de la justicia y la rectitud, la fidelidad a uno mismo y a los principios que nos animan.

Hay personas cuyo nombre levanta más pasiones que las ideas de las que fueron portadores y abanderados. Por ejemplo, Fidel Castro. Se tolera que alguien diga (y si solo lo dice, mejor todavía) que aspira a una sociedad más equitativa, justa, fraterna, solidaria. Pero que no se le ocurra a nadie decir que Fidel Castro trabajó toda su vida por algo parecido. Ni que la Revolución Cubana es uno de los pocos hechos y momentos históricos en que se ha concretado lo esencial de esas aspiraciones en condiciones más desiguales, más hostiles, por más largo tiempo. Tiempo que no ha terminado todavía. Bastaría pensar en esas dos dimensiones, esas dos circunstancias, esas dos realidades irrefutables. Repítase: irrefutables. Nunca una revolución, nunca, para bien o para mal, con los medios necesarios o sin ellos, albergó aspiraciones justicieras tan utópicas y tan nobles en condiciones tan difíciles, tan desiguales, desde la hostilidad sin respiro del imperio más poderoso que jamás haya existido hasta las profundas carencias, materiales, tecnológicas, intelectuales, culturales, espirituales, incluso naturales—Cuba es un país naturalmente pobre, irremediablemente pobre, por naturaleza— de lo cubano, de los cubanos. Aun así, que no se te ocurra decir que Fidel Castro o su revolución trabajaron, tan sincera e insistente, porfiadamente como pudieron, del mismo modo que a veces prematura o errática, ineficientemente, por las aspiraciones y los ideales del apego a la verdad y la justicia, a la humanidad, posible y necesaria, del hombre. No. Porque serás excomulgado del reino de este mundo, del imperio de lo que es, de lo presuntamente normal, sano, sensato, realista. Se te considerará culpable del peor de los crímenes: creer al hombre capaz de seguir creando historia, y, de paso, creándose, de acabar con la libertad, esa que nos deja individuos individuales e individualizados hasta el paroxismo de la desaparición como especie incluso moral.

Así como hay muchos que, con su fe viva, testimonian que Jesús está vivo, doy testimonio de que la utopía tuvo lugar, tiene un lugar y está siendo asfixiada, que se la quiere matar desde su nacimiento; doy testimonio de que los sencillos actos de justicia de dar de comer al hambriento, de beber al sediento, vestir al desnudo, enseñar al ignorante, visitar al enfermo y al preso fueron, son, siguen siendo cotidianidad incontestable; doy testimonio de que se puede vivir en paz, llegar del trabajo, bañarse, comer y mirar la televisión para después amar o soñar, o amar y soñar y andar por la calle sin miedo a la violencia; doy testimonio de atardeceres que no son finales, sino preparación para nuevos comienzos; doy testimonio, también, de que el mal no fue expulsado, desterrado, aniquilado, superado donde único podría desaparecer—en la conciencia de los hombres—pero sí identificado, nombrado, desenmascarado, perseguido; doy testimonio de la fragilidad y de la fortaleza, y de la posibilidad de la justicia y de la poesía, y de su posible hermandad.

*Publicado originalmente el blog de Patrias. Actos y Letras.

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