Litúrgicas (14)
"Sé [que] estos días (...) lo
significan casi todo para ti, y poco, o nada, para mí..."—me escribe un
amigo con quien me comunico casi a diario, con quien converso a diario en la
complicidad y la diferencia. Estos días son los días que comienzan a principios de diciembre y culminan abrupta y
tristemente la mañana del día primero de cualquier año. No hay para mí fiesta
más triste que la de fin de año y no desearía que ningún compromiso social me
obligara a participar de ella. Es tan fatua como los fuegos que anuncian esa
convención del año nuevo. Estos días significan mucho para mí—los
momentos de mayor encuentro con ese estado de quietud y reconciliación están en
estos días, cuando a través del pasado alcanzo a vislumbrar el futuro, y medito en la cotidianidad que sofoca
nuestra vida y que intentamos sacar de ese ciclo con la esperanza de
restituirle al cuerpo el espíritu, en la historia y después de la historia,
para que sea, no inmortal, sino eterno. En estos
días la bipolaridad se acentúa—el cuerpo anda de fiesta, muy cercano a la
juerga, y el espíritu anda, en cambio, recogido, lejos del cuerpo y, como los reyes magos, busca lo recién nacido, la inocencia, el principio y
el final, el alfa y la omega, que puede
llegar en forma de música y voces, de rostros masacrados por el día a día, la
corrupción de la carne, la inercia, o en el recuerdo de otros que están, o no, allí, y llega, ciertamente, muy temprano
en la mañana, antes que claree.
Estos
días que acaban
hoy tuvieron días significativos que
están ahí para que pensemos en lo que evocan, en lo que celebran o en lo que
recuerdan. El santoral católico romano recuerda a San Juan de la Cruz, y en
este santo se pueden encontrar no sólo los que piensan en el Dios cristiano,
sino todos los que caminan por ese
sendero mudo que es la poesía, porque eso es la poesía, sendero que nos hace
invisible para los otros y visibiliza lo
otro. Sendero de más de un sentido, hay quien lo transita de atrás hacia
delante, o de un lado al otro: pienso en la escena de Nostalgia, la penúltima película de Tarkovsky, en la que Andrey
Gorkachov (Oleg Yankovsky) cruza de una punta a otra una piscina vacía con una
pequeña vela encendida en las manos, haciendo un cuenco con ellas para protegerla
y evitar que se apague: esa es la poesía, ese camino, y la pequeña vela
encendida, y nosotros protegiéndola. Por el único premio o recompensa de
extender la luz. Nada a cambio de la luz. Por que la luz no se apague y siga
bastándose a sí misma.
De manera especial, los cubanos recuerdan
una doble, y noble, equivocación—mientras
el calendario oficial celebra la memoria de San Lázaro Obispo, nosotros
celebramos al Lázaro de la narración evangélica, a quien Jesús resucita, el
hermano de Marta y de María, y a Babalú Ayé, orisha que los negros trajeron a
Cuba en su forzado viaje desde la secreta África—entre la parábola y el patakí
nos movemos, ficción que somos de nosotros mismos.
En esa equivocación es
posible que podamos rastrear esa manera tan nuestra de vivir y contar la vida,
de contarla: tal vez estemos más interesados en hacer el cuento que
en vivirlo. Pueblo que vive para afuera, de la boca para afuera, como si le
pesara lo inasible de su pasado, la precariedad de su presente, la
incertidumbre de su futuro. O como si, de su pasado, lo que le pesara a veces
fuese ese misterio, tan cubano, de una historia con más picos o cumbres que la
topografía del lugar. País que no llega a cuajar, tal vez irremediable, en el
que sin embargo el espíritu, original y ecuménico, se ha condensado más de una
vez en luz que todavía nos convoca a despertar.
Y recordamos a los santos inocentes,
primeros mártires de la iglesia y, en esa fiesta de la sangre y el dolor, nos "alegramos" en el retorcimiento de una broma—en la
inocencia se "celebra" la estupidez, la mentira... Te digo, por
ejemplo, eres hermoso, y por un
momento te lo crees y te miras en el espejo y te digo inocente y te das cuenta de mi engaño,
de la mentira. Del recuerdo de aquellos niños que se sacrificaron por la
verdad y la vida, de la inocencia de aquellos que murieron para que la luz se
hiciera para todos, de ese recuerdo celebramos la mentira, el engaño, el fastidio
del otro. No hay retorcimiento mayor de fiesta litúrgica.
Estos
días que
significan mucho para mí, como todos los
días—cada día tiene su propio
afán—, lo son en la medida en que convocan otros
días de otras vidas, otras historias contadas de esa manera tan
nuestra, entre evocativa y provocativa. Significan, porque son los días asignados para los trabajos que tenemos que completar antes
de que, como en la tradición escandinava, zarpemos en una barca, muy al
amanecer, entre la bruma, en un viaje cuyo destino ignoramos pero que sabemos
que no acaba.
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