Monday, September 21, 2009

Con cierto pudor

 
 

La masividad es un fenómeno que me disgusta: rechazo tanto un acto masivo político como litúrgico. He participado en ambos tipo de actos y en me sentido más solo, menos acompañado que nunca. Por otro lado la música pop me aburre. En general, las canciones sobreabundan en ligereza, falta de imaginación. Hay autores, como Silvio Rodríguez, el primer Paul Simon y Art Garfunkel, Joan Manuel Serrat y otros, a quienes escucho sin aburrirme, incluso alguna que otra vez, con pasión. De actos masivos no me interesa saber nada en absoluto; de música, todo. Escribo esto a propósito del concierto el pasado domingo 20 de septiembre en La Habana. Iniciativa de Juanes, Miguel Bose y Olga Tañón, el concierto reunió a músicos de Cuba, Puerto Rico, Ecuador, Colombia, España, e Italia. A pesar de mi renuncia a considerar los actos masivos como buenos o malos, debo decir que este concierto tuvo calidad organizativa y artística. También debo admitir que estoy parcializado: ninguno de los cantantes extranjeros me interesa demasiado. Quería ver a Silvio, Carlos Varela y los Van Van, y ninguno defraudó mi paciencia. Aunque fueron presentaciones muy cortas, las de Silvio y Varela por razones distintas me parecieron las mejores. Silvio con su grupo de guitarras acompañantes, flauta y un arreglo bellísimo de un tema antológico, Ojalá; y Varela por el cuño intelectual, la calidad de sus textos. Los Van Van es harina del mismo costal de la música cubana pero con un sello distinto. El sonido Van Van está íntimamente ligado al proceso revolucionario cubano y la calidad de los músicos y vocalistas hacen que hasta el más desafinado y patón se mueva, se deje llevar por ese son con violines incluidos.

El concierto Paz sin Fronteras no estuvo exento de críticas en Miami, enloquecidas unas, trasnochadas todas. Los defensores de la despolitización del arte, del derecho inalienable de los individuos por sobre todas las construcciones sociales y políticas, de la pureza en la intencionalidad de la conciencia del artista, los que se rasgan las vestiduras cuando se acuerdan de las coletillas que se publicaban en la prensa nacional a todo escrito que veladamente o no criticara a la entonces joven revolución, hicieron en cinco horas y tantas de concierto tanta coletilla como la publicada en la prensa nacional a comienzo de los años sesenta. El concierto llego a mi casa vía el canal 41 de Miami y la red satelital Hispasat que conecta a la televisión cubana. El panel de "coletilleros" del canal 41 era una colección inmejorable (teniendo en cuenta los estándares del gueto): Andrés Reynaldo, un tipo inteligente y pulido en las lides de los debates políticos y culturales dijo así, con una tranquilidad tremenda, que Eduardo Aute era de una inconsistencia artística tal que se podía prescindir de su presentación. "Vámonos a comerciales", dijo. Parte del panel una hija de Leo Brower y una muchacha colombiana (la representante de la imparcialidad; ella quería a Juanes en La Habana) a quien la Brower, jr. (que llamaba colega a los artistas) tenía acorralada con una retórica panfletaria que no hacía juego con su look bohemio, boina incluida. El resto del panel era ruido ambiente, Cao y Soler para más señas.

Al final de la jornada, ese ejercicio masivo de concentrarse para escuchar música, creo, dejó a mucha gente contenta; la sociedad habanera experimentó una sensación similar a la que experimentara en 1983 cuando Oscar de León se presentó en algunas ciudades del país y los que vivimos fuera conectamos con una realidad que nos es cada día más ajena en su compleja dinámica social; reconocimos también parte de la geografía de la ciudad, la nostalgia nos visitó… En fin, un sinnúmero de buenas razones para aplaudir todo lo que distienda, lo que normalice, lo que haga que esta vida de por sí áspera adquiera una apariencia más amable.

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