I
Debo aclarar que mi frustración con las plantas y los animales no es deliberada -no he tenido suerte con ellos, los animales se mueren y las plantas no florecen. Sin embargo, un recuerdo con felicidad unas malangas y murallas que crecían en la azotea de mi casa, donde nací y viví feliz por única vez en mi vida que en realidad era un apartamento de dos habitaciones pequeñísimas, una cocinita y un bañito, ubicado en un edificio, mezcla de castillo venido a menos y atelier abandonado en la parte vieja de la ciudad. El conjunto del edificio sería el castillo, con sus paredes agrietadas y grisáceas en contraste con el color verdinegro de los musgos y otras plantas que colgaban de las paredes y que eran algo así como el equivalente en el reino vegetal de los gorriones y las golondrinas, plantas capaces de aprovechar el más mínimo resquicio entre el asfalto o el hormigón, especies ávidas del nitrógeno las basuras urbanas. Esas plantas ruderales fueron mis compañeras en los días soleados y los lluviosos, cálidos y frescos de mi primera infancia, fueron también mis primeros amores y mis primeros terrores. Lejos de ser perniciosas, embellecían el edificio y los solares aledaños. Fue esa, por así decirlo, mi primera experiencia ecológica; experiencia de malangas y murallas, el cuidado y el olor, la frescura, la sombra en la que estaban, en un rincón de la azotea, la humedad de las plantas mezclada con el salitre de la bahía, todo eso paseando por mi infancia, parte de los olores de mi memoria, vivencia vegetal. Cuando salí de ese refugio dorado, de ese rincón de antigüedades donde la abuela preparaba chocolate caliente y los reyes dejaban sus juguetes debajo de la cama la felicidad vegetal terminó. No he tenido nunca más la menor suerte con las plantas, no he vivido en más en lugares con vegetación feliz y abundante, excepto cuando visitaba a mis abuelos en el campo. Entonces, volvía a ser feliz. Me encantaba caminar de casa de mis abuelos en el centro de un pequeño pueblo hasta la casa de otros parientes en pleno campo. Tenía que andar un camino de tierra que atravesaba campos sembrados de maíz, plátanos, árboles frutales; por momentos caminaba sobre las líneas del ferrocarril que iba o venía a la ciudad, líneas que cruzaban un puente que se extendía sobre el río del pueblo a una altura respetable y sentía un vértigo tan tremendo que pasaba el puente casi acostado como si esa posición me liberara de la posibilidad de caerme. El río abajo, río sin reminiscencia heraclitanas, el mismo río al que todas las tardes mi tío me llevaba y era como la playita del lugar: todos al río con fondo de piedras de laja, a comer, a beber, a jugar en el agua fría. La casa de mis parientes era en una finca en la que se practicaba una suerte de agricultura de subsistencia: malanga y papa, maíz y plátano, frijoles negros y otras legumbres, y animales, gallinas, gallos, caballos, bueyes y carneros. Yo pensaba que esa era la felicidad, ayudaba a guataquear, sembrar y cosechar, almorzaba esa comida sin igual, natural y con hambre, dormía sobre el piso de cemento, frío, del portal, bajaba al pueblo en caballo a hablar con los amigos y enamorar a las niñas simples del pueblo, locas por irse con un montero. No he tenido, nunca más, esa sensación en la que la libertad, la justicia y la felicidad estaban ahí, sin conflicto, naturalmente abrazadas. Años más tarde, con una vida ya dañada, viví en una casa que colindaba a un inmenso jardín, casi edénico. El lateral de la casa corría paralelo a este jardín que era más bien como un pequeño ecosistema enclavado en la ciudad -árboles, plantas gigantes, buganvilias, ficus. Al final de mi casa, justo al lado del patio trasero de ésta, estaba la casa de mis vecinos, Adán y Eva. Así les llamaba -una pareja bohemia y desenfrenada. La casa de éstos, mis vecinos, era en realidad un cottage, pequeño hundido en lo último del jardín, de listones de madera pintado de un verde viejo, con una puerta que más bien era un simulacro, casi siempre entreabierta, dejando entrever a esos paradisíacos vecinos en sus trajines y sus días. El jardín de plantas y árboles, la diminuta y vieja casa de madera y mis vecinos eran como una metáfora de la edad de la inocencia. He tratado en vano de tener un jardín sencillo y no lo he conseguido. Las plantas que se dan, no resultan lo que esperaba, y la mayoría mueren en el proceso de crecer y retoñar. Mi madre dice que hay que tener manos para eso y añadiría yo, paciencia, prudencia y constancia.
II
Con los animales mi historia es breve pero sentimental -a fin de cuenta, nos parecemos más. El mundo vegetal es más una aspiración humana a una vida de reposo, de colores y olores tenues, de limpieza, de balance; al mundo animal nos une la irracionalidad y lo instintivo, nos separa la conciencia de las cosas. He tenido pocos animales, un gato, tres perros, y algunos peces. El gato lo trajo mi hermana más pequeña que compartía el cuarto conmigo. La relación entre el hombre y el gato es antiquísima; en la Antiguedad se lo adoró como a un dios y en la Edad Media se los persiguió como aliados del diablo y de las brujas atribuyéndosele poderes sobrenaturales; se les ha identificado con dioses en ciertas mitologías -la diosa Bast en el Antiguo Egipto, con cuerpo de mujer y cabeza de gato, simbolizando la fecundidad, la belleza y la luz, o la diosa Freya, en la mitología nórdica y que aparecía en ciertas imágenes transportada en un carro tirado por dos gatos que simbolizaban la fecundidad. Esta diosa era una diosa guerrera, una Valkiria, y se le consideraba también la diosa del amor sensual. Hay sensualidad y metafísica en los gatos, sus curvas, su manera suave y discreta de arroparse con su vellocino ligero y cálido y los poemas que han inspirado. Jorge Luis Borges le dedicó un soneto cuya única mancha es el tema. No son más silenciosos los espejos / ni más furtiva el alba aventurera; / eres, bajo la luna, esa pantera / que nos es dado divisar de lejos. / Por obra indescifrable de un decreto / divino, te buscamos vanamente; / tuya es la soledad, tuyo el secreto. / Tu lomo condesciende a la morosa / caricia de mi mano. Has admitido, / desde esa eternidad que ya es olvido, / el amor de la mano recelosa. / En otro tiempo estás. Eres el dueño / de un ámbito cerrado como un sueño. El gato de mi hermana orinaba debajo de mi cama: uno de los hedores más insoportables que existen -casi treinta años después las manchas del orine aún están en el piso del cuarto como recordatorios de su efímera, y nada afortunada, estancia entre nosotros, pero el poema de Borges y las ratas del patio de la casa donde vivo me han hecho considerar de nuevo ese animal a mitad de camino entre mitológico y hediondo. Perros, solo tres: Susi, Nerón y Coby. Los perros, a diferencia de los gatos, gozan de una más universal simpatía, no tienen esa sensualidad tan acentuada de los felinos y su relación de fidelidad con los dueños es proverbial. Los perros en la literatura han recibido un tratamiento menos metafísico o metafórico, que al final termina siendo lo mismo, que los gatos y se les utiliza más como figuras morales que hablan de los humanos desde una ligera distancia que como enunciando arcanos mundos. La literatura registra algunos ejemplos: Argos, el perro de Ulises, que muere al regreso de éste tras veinte años de ausencia -el porquero Eumeo lo describe "vencido por la desgracia, pues su amo ha perecido lejos de su patria". Esta es una prueba de fidelidad hasta la muerte, literalmente, y con su muerte el poeta quiere significar a este humilde animal, el único en reconocer en el mendigo al divino y paciente Odiseo; Augusto Monterroso en su delicioso texto 'La letra e: fragmentos de un diario" nos comenta que el texto de Kafka "Investigaciones de un perro" sorprende algunos que el perro "piense y critique a otros perros" para añadir a continuación que "si admitimos que es una sátira, solo hay que cambiar mentalmente la palabra perros por la palabra hombres y lo inaudito deja de serlo". Y es que el tema, obsesivo en Kafka, es la condición humana, describir a sus contemporáneos sujetos a la presión y vulgaridad de una modernidad que se le presentaba a él en la forma estrafalaria de una oficina donde el demasiado orden cubre todo el espacio, lo hace asfixiante. Los perros de mi vida no fueron ni perros homéricos, ni perros kafkianos, sino perros ordinarios, sin raza definida, pequeños, de mirada tierna. El último, Coby, fue como la evidencia de mi ineptitud y, a la vez, la última oportunidad que me di para reconciliarme con estos amigos del hombre -no más perros. He intentado adoptar peces como animales domésticos, el fracaso ha sido menos estrepitoso pero no menos dramático. Los peces han sido menos afortunados que los gatos y los perros, menos privilegiados por la literatura, aunque en la mañana y la tarde del quinto día Dios dijo "produzcan las aguas seres vivientes" y creó "los grandes monstruos marinos"; y Jonás que fue echado al mar para aplacar una tormenta y Dios le tenía preparado un gran pez y pasó tres días con sus tres noches en el vientre del gran pez como prefigurando la encarnación, la muerte y la resurrección de Jesús, a quien sus seguidores identificarían con la imagen de un pez; y el cuento de Salinger "Un día perfecto para el pez-plátano" en el que los peces comen plátanos hasta morir y Seymour Glass, hermano de Caulfield Glass, se dispara un tiro en la sien en un hotel de Miami Beach. Entre los nueve y doce años tuve muchos pececitos que cuidaba con amigos del barrio: los comprábamos, los echábamos para tener cría, les cambiaba el agua y los alimentaba… No sé como desistí de ellos, no recuerdo… Quizás me aburrí. Años más tarde lo he intentado de nuevo pero el fracaso es total: mueren antes del tercer día. Nunca más animalitos bajo mi descuido, los gatos y por lo de Borges y las ratas.
III
Hace unos días, pocos días después que Coby saliera de mi casa camino de un lugar de adopción, los alumnos de la escuela donde trabajo me eligieron "el maestro más entretenido del año". Cada año los alumnos de mi escuela tienen la gentileza de otorgarme un título, y cada año ese título es distinto al anterior -me han nombrado el "más intelectual", el "más impredecible", el "más simpático", nunca títulos imposibles como el "mejor parecido" o el "mejor vestido". Este año cuando me trajeron la esquela que anunciaba mi nombramiento como el "más entretenido" ya no tuve duda: todos los cuestionamientos sobre la integridad sicológica de mi personalidad quedaron reducidos a una sola certeza, trastorno de la personalidad -y ahí sí la literatura tiene terreno fértil pero recuerdo ahora bien dos: el Londres neblinoso tan bien descrito por Robert L. Stevenson en el que las grandezas y miserias de Jack tienen lugar y los heterónimos de Fernando Pessoa de tan distinta procedencia y estilos de vidas. Pessoa que lo llevaron del portugués al inglés, de la tierra suave a la tierra dura, tuvo que inventarse otros para vivirse un poco a sí mismo. Se inventó a Alberto Caeiro que era un ingenioso e iletrado campesino que a la sazón estaba también desempleado; a Ricardo Reis que era un doctosr y clasicista que se dedicaba a escribir odas al mejor estilo del poeta latino Horacio y Alvaro de Campos, un bisexual que estudió en Glasgow ingeniería naval y vivía excéntricamente en Londres. Todos tienen una poética particular; a mí se me antoja que Reis era el heterónimo más cercano del Pessoa real transido en la lluviosa Lisboa: Vivem em nós inúmeros; / Se penso ou sinto, ignoro / Quem é que pensa ou sente. / Sou somente o lugar / Onde se sente ou pensa. / Tenho mais almas que uma. / Há mais eus do que eu mesmo. / Existo todavía / Indiferente a todos. / Faço-os calar: eu falo. / Os impulsos cruzados / Do que sinto ou não sinto / Disputam em quem sou. / Ignoro-os. Nada ditam / A quem me sei: eu escrevo. Así como mi admirado -y sin que medie demérito alguno para él, tan sufrido, tan digno -en mí conviven varios yo y cada uno con su propia forma de percibir e interactuar -me disocio, luego existo… rechazo la realidad, la abrazo, soy gregario, me recluyo… mitad de la semana: el mismo medio de ella: el espacio de la virtud: el centro. estoy en la mitad de todo: de las realizaciones, de las aspiraciones, de los deseos, de los vicios, de las virtudes. estoy en el medio mismo, con esa equidistancia que lo mismo acerca que aleja. medio. mitad. virtud. recorrido habitual que desando. colmo de medianías: el auto-exilio: ninguna pertenencia, extranjero, extraño, irreconocible el rostro de la mitad para arriba, la otra mitad en penumbra, mitades en conciliábulo, gesto burlón. busco la "ocasión propicia" para inventariar lo que resta, aquello que por encima (o por debajo) de las circunstancias, me constituye. Mis estudiantes lo han percibido claramente, su diagnóstico es tan acerado como la espada de Damocles que tengo sobre mi cabeza y lo mejor de todo es que no he tenido que pagar.
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