Residir en Miami, resistir
Residir en Miami desde el pasado 31 de julio es resistir; resistir la espuria estupidez de los analistas y comentaristas políticos, la santurronería de los religiosos, los gritos y estertores de la jauría ventilando sus frustraciones, cerveza y pastelito de guayaba en mano. Desde el 31 de julio, Miami es un cuerpo de guardia y un cementerio, dando partes y preparando bóvedas. La “vocación” de Miami por la medicina y por los negocios de pompas fúnebres es tan legítima como su estolidez. Vamos, Miami es una metáfora (y quiero disculparme con esa bella palabra) que encierra, condensa, el carácter del exilio cubano, del exilio reaccionario, apátrida y desclasado. En realidad, residir en Miami siempre ha sido resistir, resistir el mal gusto, las mentiras y distorsiones más aberrantes de la realidad, la fealdad, en fin resistir la mierda.
Cuando en la noche del lunes 31 de julio, pasada las nueve, la televisión cubana dio a conocer una carta personal de Fidel Castro al pueblo cubano, leída por su ayudante, Carlos Valenciaga, en la que anunciaba su retiro temporal de las funciones de gobierno y estado ejercidas por él debido a una riesgosa intervención quirúrgica, Miami cayó en trance, se quitó el escaso y barato maquillaje de civilización al que se consagra cada mañana para disimular su rostro bárbaro y se retorció en una de las arterias esclerosadas de la ciudad, dizque “para celebrar la muerte del tirano”. Las más modernos y citadinos de nuestros analistas-comentaristas-activistas racionalizaron ese entusiasmo, quisieron disfrazarlo, “articularlo” dentro de un imposible discurso politiquero –nada hasta los más ilustrados meten baza.
Lo más irritante del Miami-propiedad-del-exilio-histórico es su demagogia –a falta de un discurso sólido y coherente, intercalan notas sin sentido, desafinan, olvidan la letra de lo que intentan cantar y, al final, todo es un jolgorio mal logrado, triste, en el que el pasado es un protagonista que lastra, retorcido. La demagogia de ese Miami aniquila la nostalgia; se encarama en un cajón de bacalao y con la mano izquierda escondida detrás, en la espalda y la derecha levantada hacia el cielo, pronuncia un discursito muy cursi, sin imaginación, que habla de la reconstrucción moral de Cuba y del desprendimiento de los exiliados. A la derecha del discursante, un clérigo, rosario en mano, los ojos entornados (¿será la claridad, la luz, lo que lo deslumbra?), musita plegarias por el regreso a esa década prodigiosa de los cincuenta (en Cuba) cuando el peso cubano estaba a la par del dólar y todo funcionaba a las mil maravillas.
Demagógico Miami, lugar de encuentro de lo más venal y más banal de la sociedad cubana, ha creado una especie de baba consustancial a su propia naturaleza que lo interesa todo, todas las partes del cuerpo social de la ciudad –el tan llevado y traído tejido social nunca a encontrado su ganchillo para (re)crear una unidad social imperfecta pero sana. Lo insano de la ciudad como entidad política se expresa en la ordinariez que acompaña la res pública: desde un festival callejero hasta una misa solemne, desde una exposición de arte hasta la inauguración de un evento deportivo, desde las planas culturales de los principales diarios de la ciudad hasta los eventos culturales, todo tiene ese toque ordinario, ajeno a todo buen gusto y sensatez, que debe distinguir a los sectores que marcan el ritmo (público) en las urbes modernas.
Miami es redimible, claro que sí. Sus hijos todos, de origen latinoamericano, haitiano, europeo, asiático, repensaran la ciudad desde sus afectos y complicidades con el espacio que les tocó en suerte y la purgaran de tanta bobería y tanta siniestra maquinación, y la re-inaugurarán a imagen y semejanza de sus sueños, aspiraciones y necesidades, y los cuentos de los abuelos serán la oralidad (tamizada) sobre la que se reinventa toda ciudad, todo asentamiento urbano. Para ese entonces los exiliados históricos serán objeto de cierto interés arqueológico, objetos apenas museables, memoria, eso sí, del lugar y Cuba será una isla al sur, a unas noventa millas náuticas, de donde llegaron en diferentes oleadas, algunos cientos de miles de personas naturales de allá debido a las contradicciones políticas y económicas generadas por una profunda revolución social que tuvo lugar en el año de 1959.
Residir en Miami desde el pasado 31 de julio es resistir; resistir la espuria estupidez de los analistas y comentaristas políticos, la santurronería de los religiosos, los gritos y estertores de la jauría ventilando sus frustraciones, cerveza y pastelito de guayaba en mano. Desde el 31 de julio, Miami es un cuerpo de guardia y un cementerio, dando partes y preparando bóvedas. La “vocación” de Miami por la medicina y por los negocios de pompas fúnebres es tan legítima como su estolidez. Vamos, Miami es una metáfora (y quiero disculparme con esa bella palabra) que encierra, condensa, el carácter del exilio cubano, del exilio reaccionario, apátrida y desclasado. En realidad, residir en Miami siempre ha sido resistir, resistir el mal gusto, las mentiras y distorsiones más aberrantes de la realidad, la fealdad, en fin resistir la mierda.
Cuando en la noche del lunes 31 de julio, pasada las nueve, la televisión cubana dio a conocer una carta personal de Fidel Castro al pueblo cubano, leída por su ayudante, Carlos Valenciaga, en la que anunciaba su retiro temporal de las funciones de gobierno y estado ejercidas por él debido a una riesgosa intervención quirúrgica, Miami cayó en trance, se quitó el escaso y barato maquillaje de civilización al que se consagra cada mañana para disimular su rostro bárbaro y se retorció en una de las arterias esclerosadas de la ciudad, dizque “para celebrar la muerte del tirano”. Las más modernos y citadinos de nuestros analistas-comentaristas-activistas racionalizaron ese entusiasmo, quisieron disfrazarlo, “articularlo” dentro de un imposible discurso politiquero –nada hasta los más ilustrados meten baza.
Lo más irritante del Miami-propiedad-del-exilio-histórico es su demagogia –a falta de un discurso sólido y coherente, intercalan notas sin sentido, desafinan, olvidan la letra de lo que intentan cantar y, al final, todo es un jolgorio mal logrado, triste, en el que el pasado es un protagonista que lastra, retorcido. La demagogia de ese Miami aniquila la nostalgia; se encarama en un cajón de bacalao y con la mano izquierda escondida detrás, en la espalda y la derecha levantada hacia el cielo, pronuncia un discursito muy cursi, sin imaginación, que habla de la reconstrucción moral de Cuba y del desprendimiento de los exiliados. A la derecha del discursante, un clérigo, rosario en mano, los ojos entornados (¿será la claridad, la luz, lo que lo deslumbra?), musita plegarias por el regreso a esa década prodigiosa de los cincuenta (en Cuba) cuando el peso cubano estaba a la par del dólar y todo funcionaba a las mil maravillas.
Demagógico Miami, lugar de encuentro de lo más venal y más banal de la sociedad cubana, ha creado una especie de baba consustancial a su propia naturaleza que lo interesa todo, todas las partes del cuerpo social de la ciudad –el tan llevado y traído tejido social nunca a encontrado su ganchillo para (re)crear una unidad social imperfecta pero sana. Lo insano de la ciudad como entidad política se expresa en la ordinariez que acompaña la res pública: desde un festival callejero hasta una misa solemne, desde una exposición de arte hasta la inauguración de un evento deportivo, desde las planas culturales de los principales diarios de la ciudad hasta los eventos culturales, todo tiene ese toque ordinario, ajeno a todo buen gusto y sensatez, que debe distinguir a los sectores que marcan el ritmo (público) en las urbes modernas.
Miami es redimible, claro que sí. Sus hijos todos, de origen latinoamericano, haitiano, europeo, asiático, repensaran la ciudad desde sus afectos y complicidades con el espacio que les tocó en suerte y la purgaran de tanta bobería y tanta siniestra maquinación, y la re-inaugurarán a imagen y semejanza de sus sueños, aspiraciones y necesidades, y los cuentos de los abuelos serán la oralidad (tamizada) sobre la que se reinventa toda ciudad, todo asentamiento urbano. Para ese entonces los exiliados históricos serán objeto de cierto interés arqueológico, objetos apenas museables, memoria, eso sí, del lugar y Cuba será una isla al sur, a unas noventa millas náuticas, de donde llegaron en diferentes oleadas, algunos cientos de miles de personas naturales de allá debido a las contradicciones políticas y económicas generadas por una profunda revolución social que tuvo lugar en el año de 1959.