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Hace poco conversaba, o escribía aquí
mismo, sobre la simetría en cuanto a la Ley de Ajuste Cubano, entre el exilio
anticastrista y el gobierno cubano, aunque obviamente por razones distintas. El
exilio no quiere más cubanos del tipo que no apoya la irracionalidad y la
impunidad ciegamente; y al gobierno cubano se le pueden adjudicar conveniencia
política, oportunismo económico o, simplemente, actualización del modelo, cualquiera de ellas redunda en beneficio
de los cubanos.
Desafortunadamente, la oposición al gobierno cubano, al modelo o
el proyecto de nación (actualizado o
no) que la revolución propone, careció (carece) de legitimidad, no porque el
modelo o proyecto propuesto fuera infalible para el desarrollo de la nación
cubana, sino porque se articuló y funcionó (se articula y funciona) mancomunada
con intereses foráneos. Una oposición legítima nace (se hace) del análisis de
las circunstancias reales donde se ejecuta, aspira a ser una práctica política,
no una ideología política, aunque no está exenta de ser teorizada, de ser
influida por teorías políticas.
Las reformas económicas, las tercas realidades políticas, unas
generaciones cada vez más despolitizadas y fragmentadas han terminado por
convencer al gobierno cubano de lo que la hostilidad y los planes de agresión y
desestabilización no pudieron, reiventarse
(perdón por el anglicismo) en un modelo más democrático y participativo, en el
que las cotas de justicia social no sofoquen las libertades y derechos
individuales.
El tema migratorio ha sido la más evidente plataforma de lanzamiento
del anticastrismo y la contrarrevolución; y es en ese mismo campo que el
gobierno cubano ha decidido producir las más radicales de sus actualizaciones. Como en el juego de toma-y-daca que ha caracterizado las
relaciones cubano-norteamericano del último medio siglo, el gobierno
norteamericano debe actualizar su
política migratoria hacia Cuba, de manera que se produzca una relación
congruente con las nuevas realidades.