Por su propio peso
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Nadie debe sorprenderse de la basura de presidente
que habita en 1600 Pennsylvania Avenue, ni de la basura que produce a diario el
canalla sin poesía. Nadie con sentido
de la decencia y la cordura debe sorprenderse de los desmanes de este tipejo
que encarna lo peor del sistema político norteamericano—el odio irracional—,
así como la verdadera esencia del sistema económico—la avaricia ilimitada. A
decir verdad, poco, casi nada, ha podido hacer de lo que prometió que haría: ni
acabar con el plan de salud de Obama, ni hacer cambios fundamentales en la
política de inmigración, ni construir el muro. Es una colección de fracasos,
como debe de ser su vida, más allá del oropel de los supuestos cientos de
millones de dólares que dicen que tiene. Hombre sin educación, sin clase –o
con mucho de clase, de la otra, no la del espíritu o los modales, sino la del
billete, sudado o heredado, ¿acaso importa el origen de la riqueza, siempre,
sin excepción, injusta? —, sin distinción, el arquetípico americano feo. Un
americano particularmente repulsivo. Incluso, sí, físicamente. Pero en lo que
ha sido muy exitoso, digamos, es en el desgaste ético de la posición
presidencial y de la posición de los Estados Unidos en la escena mundial. Personalmente,
no le concedo ni a la presidencia ni al país ningún mérito en cuanto a su
función de presuntos guardianes y paladines del “bien” y la “justicia”, tal
como las entiende el imperio a la vez más despótico, eficaz, arrogante e
inculto de la historia (el 45to presidente tiene menos educación moral, por no
hablar de educación intelectual o política, que cualquier emperador romano). El
caso es que los Estados Unidos son la potencia militar más poderosa que haya
existido y podrá existir jamás (ninguna otra, nunca, podrá alcanzarla en su
poderío, antes se acabaría el mundo) y que del uso responsable de esa fuerza que
hagan los Estados Unidos depende la supervivencia del género humano. Así que
más vale prestarle atención a la actuación de este dechado de vicios: desde la
colusión hasta el nepotismo, pasando por un variado círculo en el que
encontramos el gabinete más rico y menos representativo (un cubano prestado, no
se podía esperar otra cosa, un cubano prestado y apóstata, dispuesto a hacer o
condonar lo que sea con tal de satisfacer su odio contra lo que no pudo
derrotar, contra lo que ya, siquiera como ejemplo y esperanza, le ganó para
siempre) en la historia del país, el ninguneo de la prensa y el uso vulgar y
ramplón de las redes sociales. Que sepamos. A lo mejor hay más. No me
sorprendería.
No puedo imaginarme por qué ahora quieren retirar los
monumentos a los confederados que han estado ahí, para recordarles a los negros
su lugar en la historia del país, por mucho tiempo. ¿Por qué ahora y no durante
la presidencia del primer presidente negro del país? El timing es perfecto para armar algarabía, sembrar la confusión,
hacer que la administración tenga que replegarse sobre sí misma, como lo hizo
cuando firmó las sanciones contra Rusia a finales de julio, ahora en el ámbito ideológico
doméstico y salir de una buena vez por todas de esos outsiders —llámeseles white
supremacists, alt right o KKK— que tienen tan nerviosos al
"uno por ciento", porque son como ellos, pero pobres o ineducados, o
una mezcla de ambas cosas.
Los sucesos acaecidos en Charlottesville durante el
primer fin de semana de agosto vienen a confirmar la naturaleza racista de la
sociedad norteamericana que la elección del canalla
sin poesía evidenció. Este inquilino de la Casa Blanca tiene la desfachatez
de condenar la violencia "de las partes", cuando fue un joven con
probadas simpatías por los movimientos integristas blancos norteamericanos
quien provocó un altísimo número de heridos y un muerto. Los sucesos de
Charlottesville, en Virginia, lo obligan a disimular ahora su racismo visceral.
Pero no puede. Se le sale por la boca y por los ojos, aquel que ya mostrara en
los inicios de su campaña por la presidencia cuando tildó a los mexicanos de
violadores y borrachos, y pocos —creo que nadie— se refirieron a esas
declaraciones como racistas, sino como una posición extremista sobre el tema
migratorio.
Un joven a quien los extremistas manipularon con su
odio y su indiferencia por la vida de los que son diferentes perpetra un crimen
en que la premeditación y la alevosía son hechos, no suposiciones. No es un
lobo solitario. Es el sub-producto de una cultura que ama, o al menos se siente
en casa, en la violencia, la insolencia, la ignorancia, la amargura y el odio.
Un caso más en el que quien ejerce la violencia indiscriminada y sin sentido no
es alguien que viene de las minorías. Un caso más que prueba que la riqueza
material no encuentra su correlato ético ideal en la conducta de los más
favorecidos. No es el elogio barato y santurrón de la pobreza —es el
reconocimiento de que las conductas éticas fundamentadas en el respeto de los
derechos de los demás son fruto, no del exceso de poder y riquezas materiales,
sino de la posibilidad y la prerrogativa de tener una vida decente en el plano social
y económico.
Tal como, en su momento, la derrota del fascismo en
Europa Occidental—en el que la extinta Unión Soviética desempeñó el papel decisivo
y pagó el más alto precio en pérdidas de vidas humanas y destrucción material
(en los Estados Unidos no se cayó ni un poste del tendido eléctrico)—abrió la
posibilidad de un capitalismo maquillado de socialismo democrático —que se está
descomponiendo desde hace ya suficientes años para darse cuenta de esa otra
mentira —, esta imprecisa y turbulenta presidencia debería dar paso a un
sistema de representatividad de los diferentes sectores y actores políticos de la
actual sociedad norteamericana que lo haga más legítimo, creíble y eficiente en
su gestión socio-económica.