Gracias a la generosidad del intelectual y periodista cubano Ciro Bianchi puedo publicar estos tres artículos de la serie Vida de Lezama. Nunca he sentido una gran regocijo con la poesía de Lezama, ni con su gran novela Paradiso, ni siquiera en los años en que muchos lo tomaron más como estandarte detrás del cual esconder sus inconformidades y críticas a la revolución cubana que como escritor de culto que creó una obra de incomparable belleza y hondura, críptica y apasionada -de ahí que muchos de ellos se movieran a la derecha del escritor cuando las instituciones culturales cubanas comenzaran a reparar la injusticia histórica y poética que comenzaron algunos de los redactores de Lunes de Revolución a principios de los años sesenta y siguieran con especial celo los funcionarios del primeros setenta. A casi cien años de su nacimiento los lectores cubanos celebran uno de los más influyentes intelectuales cubanos del siglo veinte. Sirvan estos textos como un homenaje a La Habana en su 490 aniversario, la ciudad que hechizó a José Lezama Lima.
[Juventud Rebelde, 31 de octubre de 2009]
Vida de Lezama (I)
Cuba celebrará por todo lo alto el centenario del poeta José Lezama Lima a lo largo del año próximo. Una comisión nacional, de la que forman parte figuras relevantes de nuestras letras, organiza los preparativos. Se publicarán sus obras completas, iniciadas ya con una nueva edición de Paradiso; habrá un coloquio internacional dedicado a su figura; una multimedia sobre la revista Orígenes, que animó y dirigió durante años y, entre otros libros, aparecerán los que compilan las entrevistas que concediera, los artículos y ensayos que dejó dispersos y los poemas que se le dedicaran. Se convocará a los jóvenes a un concurso que premiará el mejor ensayo sobre el escritor y el Museo Nacional exhibirá una gran muestra de piezas de aquellos pintores que le fueron afines. Se trabaja ya en un documental sobre su vida y la casa en la que vivió el poeta y que alberga hoy su museo será de nuevo remozada. Homenaje merecido a una de las grandes figuras de las letras contemporáneas, un escritor que supo imprimir a su cubanía una gran universalidad.
¿Quién es ese hombre? ¿Cómo fue su vida? Hace poco tiempo, el realizador Tomás Piard con El viajero inmóvil, la película más atrevida y perturbadora del cine cubano, inspirada en Paradiso, recreó la existencia del escritor. Antes, Senel Paz lo había exaltado en su relato El bosque, el lobo y el hombre nuevo, una de las piezas más trascendentes de la narrativa cubana actual, y Fresa y chocolate, la película de Tomás Gutiérrez Alea y Juan Carlos Tabío inspirada en la obra de Senel, le daba carta de ciudadanía universal.
Tú tienes que ser el que escriba
José Lezama Lima escribió para llenar una ausencia. Frecuentemente dado a las confesiones, relató que en una oportunidad, siendo niño, mientras jugaba a los yaquis con su madre y hermanas vio que las piezas al caer sobre el piso cementado del patio dibujaron el rostro del padre muerto. Lo hizo notar y todos se abrazaron, llorando. Fue entonces cuando Rosa Lima dijo por primera vez a su hijo: «Tú tienes que ser el que escriba; tú tienes que escribir la historia de la familia». Para Lezama, la muerte fue el motor impulsor de su poesía, y la madre significó la seguridad, el afianzamiento frente a la vida. Si el vacío que provocó la muerte de su progenitor lo movió a buscar la imagen a través de la poesía, el empeño y la insistencia de la madre lo obligaron a escribir.
«El mucho leer y la muerte de mi padre, el 19 de enero de 1919, me alucinaron de tal forma que me fueron preparando para escribir. El ejercicio de la lectura fue complementado por la alucinación. Mis alucinaciones se apoderaban de mi imagen y me retaban y provocarían mi mundo de madurez, si es que tengo alguno», me dijo en una ocasión y precisó: «En una palabra, la muerte de mi padre y el apegamiento con mi madre en una forma casi desesperada, como único asidero, fueron las consecuencias de aquellos ejercicios, de aquellos enigmas, de aquellas provocaciones, de aquellos paraísos…».
Como muchas veces tenía que pasar en la cama sus crisis asmáticas y la monotonía de esas horas se le hacía desesperante, empezó a leer a Salgari. Leyó después a Dumas, a quien siempre consideró como uno de los grandes historiadores de Francia por la forma en que animó períodos y personajes de ese país y cuyos libros le darían un sentido de la historia que al paso del tiempo y el recuerdo Lezama mantuvo vivo en sus eras imaginarias.
Tenía ocho años de edad cuando su madre le regaló un ejemplar del Quijote, y el niño lo leyó con dificultad. «Mi juventud parece estar representada por ese libro prodigioso, porque forma parte de lo que me ha hecho insistir, de lo que me ha hecho volver, de lo que he sintetizado en aquella sentencia: Solo lo difícil es estimulante».
Pero el joven Lezama gustaba también de los deportes, sobre todo del béisbol y era un buen field de la novena del barrio, hasta el día en que sus compañeros lo buscaron para un partido contra el equipo de la barriada vecina. «No, hoy no salgo, me voy a quedar leyendo», les dijo. Había comenzado a leer El banquete, de Platón, para hacer de la lectura a partir de ahí —tenía 15 años de edad— su ejercicio, su fanatismo más importante.
Era todavía muy joven cuando comenzó a escribir. Inicio y escape, su primer poemario, que permanecería inédito hasta después de su muerte, lo escribió entre 1927 y 1932, y es una búsqueda, dice la crítica, de la voz que se haría definitivamente propia en Muerte de Narciso, publicado en 1937, pero escrito, recordaba Lezama, alrededor de 1931.
«Dánae teje el tiempo dorado por el Nilo», dice el poeta con su «rauda cetrería de metáforas», en el verso inicial de Muerte de Narciso, e inaugura una manera de decir desconocida y sorprendente en la poesía cubana, una forma lejana de «los fenómenos literarios de influencias, derivaciones o revalorización», que busca y encuentra su impulso, y se nutre, en las fuentes originarias de la lengua, y que por la libertad y la apertura de su palabra, al decir de Cintio Vitier, avisaba ya oscuramente sobre un barroquismo que no era el previsible. El poeta siempre fue consciente de eso. Muchos años después, mientras discurríamos sobre ese poemario, afirmó: «Toda la poesía de Mariano Brull, Eugenio Florit y de Emilio Ballagas, como brujas montadas en escobas, salieron disparadas por una ventana cuando yo escribí "Dánae teje el tiempo dorado por el Nilo". La poesía cubana había cambiado en una sola noche».
Habanero hasta la muerte
Aunque Lezama presumió siempre de ser habanero «y del cogollito», nació en realidad en el campamento militar de Columbia, enclavado en la vecina ciudad de Marianao, el 19 de diciembre de 1910. Hijo de José Lezama Rodda, descendiente de vascos que tuvieron y perdieron en Cuba negocios de azúcar, y de Rosa Lima Rosado, parte de una familia que, por sus ideas independentistas, debió salir de Cuba a fines del siglo XIX y que conoció y colaboró con José Martí en la emigración revolucionaria. Tres hijos nacerían de ese matrimonio: Rosa, José y Eloísa, que viene al mundo luego de la muerte de su progenitor. El padre, ingeniero diplomado en 1910, había sido de aquellos jóvenes estudiantes universitarios que en 1907 —y en calidad de segundo teniente— se alistaron en el entonces naciente Ejército Nacional. Con el tiempo, y ya con grados de Comandante, será el director fundador de la primera Escuela de Cadetes que existió en la Isla, con sede en el Castillo del Morro. En esas y otras instalaciones militares y en un ámbito de marcialidad, órdenes y disciplina transcurren los años iniciales del futuro escritor.
Recibe Lezama Rodda el ascenso a teniente coronel por su actuación en el aniquilamiento de la insurrección liberal de febrero de 1917. En enero del año siguiente asume la jefatura interina del Sexto Distrito Militar, en el campamento de Columbia, cargo que desempeña hasta el mes de julio. Luego, al frente de un grupo de oficiales del Cuerpo de Artillería, viaja a Estados Unidos donde se prepararía para marchar de guarnición a Europa con las tropas aliadas y no demora en llevar a su lado a la familia. Pero muere en un hospital víctima de la epidemia de influenza de 1919. Su muerte está narrada en Paradiso; es uno de los pasajes más patéticos de la novela.
La situación familiar cambia radicalmente a partir de entonces. La casa, siempre llena y alegre, se ensombrece. La mesa se despuebla. Rosa Lima y sus tres pequeños hijos deben desmantelar lo que hasta ese momento fue su residencia e instalarse en la casa de la madre de Rosa, la abuela Augusta de Paradiso. Deberán sostenerse ahora con una pensión que equivale a la mitad de los haberes y asignaciones de que disfrutaba el teniente coronel. En su novela, Lezama Lima presentará con absoluto realismo y crudeza los problemas económicos que aquejaron a los suyos. Hay algo peor. «La muerte de mi padre», repetía, «dejó a mi madre sin respuesta».
En 1929, concluido ya el bachillerato, se instala con su madre y hermanas y la fiel Baldomera, la Baldovina de Paradiso, en la casa marcada con el número 162 de la calle Trocadero, donde residirá hasta su muerte. También en ese año matricula la carrera de Derecho en la Universidad de La Habana. Transcurre la dictadura de Gerardo Machado, y Lezama no permanece ajeno a la realidad de la nación. El 30 de septiembre de 1930 participa en una manifestación estudiantil que marcaría, a juicio del escritor, «el comienzo de la infinita posibilidad histórica de lo cubano» y daría un impulso sin precedentes a la lucha contra el gobierno. Diría años después: «Ningún honor yo prefiero al que me gané aquella mañana del 30 de septiembre de 1930». Precisaría: «Yo soy un escritor revolucionario porque mis valores son revolucionarios. Y en la raíz de mi vida y mi obra están mi participación en aquella manifestación y el orgullo de haber sido un luchador antimachadista».
Hace la carrera con intermitencias. Machado clausuró la Universidad durante dos años. Fulgencio Batista la cerraría durante tres. Lezama no pierde el tiempo durante ese lustro de vacaciones obligadas. Lee y escribe. Vuelve a las aulas cuando la casa de altos estudios reabre sus puertas en 1936 y asume la secretaría de redacción de la revista Verbum, órgano de la Asociación de Alumnos de Derecho, que logra publicar tres números entre los meses de junio y noviembre de 1937. Se trata de una publicación eminentemente estudiantil en la que Lezama se las arregla, sin embargo, para ir dando a conocer lo que escribe. Es en sus páginas donde aparece Muerte de Narciso y, entre otros trabajos en prosa, un ensayo medular, El secreto de Garcilaso. Se gradúa en 1938 con una tesis sobre la responsabilidad criminal en el delito de lesiones. Trabaja entonces en el bufete de un conocido abogado y en 1940 obtiene la plaza de secretario del Consejo Superior de Defensa Social, con sede en la Cárcel de La Habana, en el Castillo del Príncipe; empleo modestísimo pese a su rimbombancia.
Es ese un quehacer que lo agobia y atemoriza. Tiene entre sus obligaciones la de confeccionar los expedientes de los reclusos y tramitar sus solicitudes de indulto. Luego, es él quien debe comunicar al solicitante el resultado de la gestión. Si es favorable, no hay problema, pero lo aterroriza que se confunda el mensaje con el mensajero cuando el perdón es denegado. Quiere trasladarse para la Dirección de Cultura del Ministerio de Educación. No obtiene el traslado. Insiste. Cuando lo consigue al fin, en 1949, debe hacerlo para una plaza con categoría y salario inferiores a los de la cárcel.
Hay múltiples testimonios sobre su penuria de esos años. En 1947, José Rodríguez Feo, codirector y mecenas de la revista Orígenes, le pide por carta que se traslade a Miami. El 21 de agosto Lezama le responde: «Mi querido amigo: Cómo voy a ir de La Habana a Miami, si a veces, a no tener transporte gratis, no podría ir de mi casa al Castillo del Príncipe». Al día 13 de agosto de 1956 corresponde esta anotación en su Diario: «Faltan tres días para que nos paguen la quincena. No sé si pedir anticipo, o pasarme tres días sin dinero, entonces mamá me dará veinte o treinta centavos. Así me siento niño…».
[Juventud Rebelde, 7 de noviembre de 2009]
Vida de Lezama (II)
En un momento determinado empieza a sentir el peso de sus visiones y su poema se convierte en una sala de baile, en un escaparate mágico. Se verifican laberintos, enlaces, y el poeta, como una resistencia frente al tiempo, se convierte en un arca que fluye sobre las aguas con todos los secretos de la naturaleza.
«En Esopo, en Homero, en los cronistas de Indias, en la teogonías de Valmiki, la novela formó parte de la poesía. La simple acción del hombre se ha vuelto demasiado soterrada, continúa arando en el sueño, y ya no se pueden hacer novelas a base de caracteres, tipos, situaciones, asuntos, porque un intramundo, una entrevisión, un entreoído ha ocupado los espacios clasificados», me decía el escritor en 1969, cuando le pregunté qué lo había llevado a la novela. En Paradiso (1966) Lezama contó aquella historia de la familia que su madre quería que escribiese alguna vez.
«Hasta el punto en que toda novela es autobiográfica, Paradiso es una novela autobiográfica —añadía entonces—. Yo no soy un novelista profesional, pero creo que es imposible dejar totalmente fuera de una novela la vida vivida, seres conocidos, recuerdos, odios, rencores, pesadillas. Yo siempre supe que algún día tendría que escribir la historia de mi familia, aquellas conversaciones de mi madre y mi abuela con mis tíos sobre la emigración revolucionaria durante la Guerra de Independencia, sus encuentros con José Martí y las Nochebuenas pasadas lejos de Cuba. Yo tenía que escribir también sobre la Universidad, la lucha estudiantil contra Machado, mis amigos, mis conversaciones, mis lecturas, mis esperas y silencios.
«Ofrecí en Paradiso una summa, una totalidad en la que aparecen lo muy cercano e inmediato, el caos y el Eros de la lejanía. Cuando yo digo que en ese libro puse mi vida, no debe interpretarse la frase en un sentido literal, aunque haya mucho de mi vida en Paradiso, sino como la dedicación y el fervor con que la escribí».
Permeada, al igual que su poesía, de profundas esencias cubanas, la novela colocó a su autor en la cabecera de la narrativa continental. No era ciertamente un desconocido cuando publicó esa obra; sin embargo, el éxito que alcanzó con ella carecía de precedentes en su vida de escritor. Había publicado hasta entonces los poemarios Enemigo rumor (1941) Aventuras sigilosas (1945) La fijeza (1949) y Dador (1960) y los libros de ensayos Analectas del reloj (1953) La expresión americana (1957) y Tratados en La Habana (1958). Además tenía en su haber una fecunda labor como editor de revistas de poesía: Espuela de Plata, Nadie Parecía y Orígenes, de la que aparecieron 40 números entre 1944 y 1956 y que dio nombre al grupo de escritores que rodeaban a Lezama: Gastón Baquero, Ángel Gaztelu, Virgilio Piñera, Cintio Vitier, Fina García Marruz, Eliseo Diego, Octavio Smith y Lorenzo García Vega, así como los músicos José Ardévol y Julián Orbón y los pintores Mariano Rodríguez y René Portocarrero, entre otros.
Tenía entonces 56 años de edad y lo sorprendió el impacto que provocó Paradiso. Los cinco mil ejemplares de la edición cubana se agotaron en pocos días y, para colmo, era solicitado por editores extranjeros. Ediciones en Francia, Estados Unidos, México, Argentina y Perú le ganaban nuevos adeptos.
Paradiso divide en dos la vida de Lezama. Si hasta entonces transcurrió alejada del gran público, protegida por las paredes de su casa y resguardada por los modestos empleos que desempeñó para vivir, la publicación del libro hace que su vida íntima se convierta en noticia y sean tema de comentario su edipianismo, el asma —su enfermedad crónica— y los puros habanos que lo deleitaban y con los que, decía, rendía homenaje al olimpo de los aborígenes de la Isla.
El famoso capítulo VIII de la novela despertó la sensación y el escándalo en La Habana de 1966. Así, sin que mediara explicación alguna, Paradiso fue retirado a toda prisa y sin explicaciones de las librerías solo para que, también de prisa y sin explicaciones, volviera a estas y desapareciera otra vez, pero ahora en manos de los lectores.
Años después, Lezama comentaba el incidente:
«Paradiso es una totalidad y en ese todo está el sexo. En determinado momento del desarrollo de José Cemí, el protagonista de la novela, sucede el despertar genesiaco. Allí se recupera una libertad cuya aparición parece que resintió a algunos acostumbrados a la hoja de parra y a aquellos pintores sastres, de los que se rieron los italianos renacentistas, obligados a tapar las castas desnudeces de Miguel Ángel en la creación del mundo. Para mí, con la mayor sencillez, el cuerpo humano es una de las más hermosas formas logradas. La cópula es el más apasionado de los diálogos y, desde luego, una forma, un hecho irrecusable. La cópula no es más que el apoyo de la fuerza frente al horror vacui.
«En un himnario de gran belleza, Santo Tomás de Aquino dice: Ve, lengua, y canta las glorias del cuerpo misterioso. De manera que para mí todo lo que haga el cuerpo es como tocar un misterio superior a cualquier maniqueísmo modulativo, pues es absolutamente imposible descubrir nuevos vicios y nuevas virtudes; ellos estuvieron desde el origen y estarán en las postrimerías, y tal vez sería bueno recordar la visión memorable de una santa en la que se le reveló que había un infierno, pero que estaba vacío».
Tras la publicación de Paradiso, Lezama continuó sumando página tras página y sus personajes se desplazaron hacia nuevas situaciones. Otro personaje de su novela, Oppiano Licario, el Ícaro, el nuevo intentador de lo imposible, apenas se da cuenta de que está muerto y utiliza todos los procedimientos para estar de nuevo con nosotros. Su presencia se esboza como un relámpago y rehúsa las comprobaciones del cuerpo. El poeta, casi con el ritmo de otra respiración, corporiza la muerte. José Cemí volverá a encontrarse con la imagen y para que ello sea posible tiene que verificarse la resurrección incesante de Licario.
Trabaja entonces en otra novela, a la que siempre aludió como «la continuación de Paradiso» y a la que dio varios títulos —Inferno, La muerte de Oppiano Licario, El reino de la imagen— hasta que decidió que llevase el del nombre de su protagonista que es, a la vez, el personaje más desaforado de Paradiso. Pero Oppiano Licario quedó inconclusa.
La Revolución
El triunfo de enero de 1959 sorprende a Lezama como empleado del Instituto Nacional de Cultura, nombre que a fines del Gobierno de Batista adoptó la antigua Dirección de Cultura. Guillermo Cabrera Infante, Heberto Padilla y Carlos Franqui, entre otros, desde las páginas de Lunes, suplemento cultural del periódico Revolución, ejercitan contra él y otros origenistas, dirá el ensayista Reynaldo González, «el oficial oficio de lobos feroces en el espinoso bosque de una revolución que ellos representaban». Travestidos de teóricos generacionales y vindicadores patrios, portadores de una verdad que creían incontrovertible, condenaron el supuesto escapismo que creyeron ver en el grupo y la revista Orígenes, al mismo tiempo que temían y rechazaban las tendencias del realismo socialista, cuya vecindad no adivinaron ni pudieron, por supuesto, impedir. Lo de Lunes con Orígenes fue el extremismo vanguardista y el sectarismo en nombre de una liberalidad elevada a dogma, escribe Reynaldo. Puntualiza: «En el tratamiento que dieron a Lezama Lima, algunos episodios remuerden hoy las conciencias de los vivos y estremecen las tumbas de los muertos». Pero la actitud del poeta frente a esos ataques fue infinita y salomónica: no dejó de colaborar en Lunes de Revolución.
Como director de Literatura y Publicaciones del entonces recién creado Consejo Nacional de Cultura acomete Lezama una labor encomiable en lo que a la publicación de los clásicos cubanos y españoles se refiere. Durante sus años finales, y hasta su muerte, laborará sucesivamente en el Centro de Investigaciones Literarias, el Instituto de Literatura y Lingüística y la Casa de las Américas. A esa etapa corresponden, entre otros esfuerzos personales suyos, la edición crítica de la obra completa de Julián del Casal, la recopilación de toda la poesía de Juan Clemente Zenea y, sobre todo, la muy valiosa Antología de la poesía cubana, en tres volúmenes y que se extiende desde los comienzos hasta Martí. Dice a su hermana Eloísa: «Yo estoy trabajando intelectualmente más que nunca». De la antología se siente particularmente satisfecho y orgulloso. La hizo para dar una presencia y un latido a su familia ausente. «Está hecha —escribe a uno de sus sobrinos— para poblar un destierro, una necesidad violenta de tocar tierra, de arraigarse, de esclarecer sus raíces, que solo se vence por la poética en la secularidad, en la costumbre, en la unanimidad». Añade: «Deberás tener siempre presente a tu patria, que es Cuba».
Porque tras el triunfo de la Revolución, la familia, que parecía tan sólida, se resquebraja con la salida del país de las hermanas y los sobrinos del escritor. Lezama rechaza seguirlos y se niega terminantemente a la insistencia de Eloísa por llevar a la madre con ella. «Queda aclarado que tú no podrás venir. Pero debe quedar aclarado también que Mamá tampoco puede ir. Ni ella está dispuesta a dejarme, ni yo podría resistir semejante castigo… Que cada cual permanezca dentro de su fatalidad y que Dios decida». Porque el poeta que, dice su hermana, necesitaba vivir rodeado de una muralla de madres, sigue apegado a Rosa Lima de manera desesperada.
Le angustia pensar en la soledad en que quedaría ella si él fallecía y sabe que padecerá él de una soledad aterradora si es ella la que muere. Por eso, durante los últimos años de Rosa, el hijo apenas sale de la casa para disfrutar de la compañía de la madre día a día, hasta el final. Algo lo consuela: «Sé que mi madre no ha sufrido por mí, he procurado siempre mitigar su angustia, acompañarla, saborear los ratos agradables que me proporciona con su ternura y su ingenuidad deliciosas». Expresa además en la misma carta a su hermana: «No he procurado dolor, nadie ha sufrido por mí. Toda mi vida he tenido una suprema delicadeza, la cantidad de dolor que me fue asignada por el destino, la he masticado en la sucesión de mis días… Mi más doloroso dolor es pensar que pueda llevarle tristeza a los demás».
Rosa Lima muere el 12 de agosto de 1964. Ese mismo año Lezama contrae matrimonio con María Luisa Bautista Treviño, una profesora de Literatura en el Bachillerato que fue compañera de estudios de Eloísa y que ha sido para Rosa como una hija. La madre, ya en su agonía final, pidió al hijo que se casara con ella.
Dirá Lezama en su poema Mi esposa María Luisa: «Eres la hermana que se fue, / la madre que se durmió / en una nube frente a la ventana…».
[Juventud Rebelde, 14 de noviembre de 2009]
Vida de Lezama (III y final)
María Luisa, la esposa, atiende a Lezama con desvelo y cariño. Se comprenden. Se sienten, en una dimensión profunda, necesarios el uno al otro. Ella tiene también a toda su familia fuera de Cuba. Son pues dos soledades que se han unido para darse un poco de compañía.
El país, todo el pueblo, padece carencias a veces traumáticas. A Lezama, aunque nunca tuvo menos de cinco platos en su mesa —lo sé, me consta— le obsesiona la idea de que pueda faltarle la comida. Le angustia la posibilidad de que le falten los medicamentos antiasmáticos que familiares y amigos, entre ellos Julio Cortázar, le remiten desde el exterior. Piensa que la crisis del transporte público es más grave de lo que era en realidad y apenas sale de su casa porque teme que si lo hace no encuentre la posibilidad de regresar. Así, se condena a su sillón, «peregrino inmóvil para siempre», como expresó al escritor y periodista argentino Tomás Eloy Martínez.
El año de 1970 había marcado la apoteosis del poeta. Se le agasajó en ocasión de su cumpleaños 60, se recogió en un volumen su Poesía completa y se dio a conocer ese espléndido libro de ensayos que es La cantidad hechizada, mientras que la Casa de las Américas publicaba una excelente recopilación de textos sobre su vida y su obra. Lezama, ninguneado por muchos durante años antes de 1959, parecía haber alcanzado su consagración definitiva solo para caer en el olvido y la relegación más completos en 1971.
Recurro a Reynaldo González: «Todo eso agravó la situación de Lezama entrampado en un cerco superior a sus fuerzas. El acoso venía desde antes, cuando al éxito internacional de Paradiso le siguieron incontables ediciones extranjeras de su poesía y su ensayística. Pero también conoció la insistencia por convertirlo en combustible de una lucha ideológica de la que a duras penas podía zafarse».
Valga aclarar que José Lezama Lima no fue nunca un enemigo de la Revolución. Saludó con júbilo su triunfo en 1959, y se mostró siempre de acuerdo con su política de amplio beneficio popular. Cuando en una conversación telefónica su hermana Eloísa le dijo que ella, al irse al exilio, siguió la suerte de medio millón de cubanos, el escritor, con orgullo y firmeza, le respondió que él, al quedarse, seguía el destino de todo un pueblo.
Disfruta con los amigos que lo frecuentan. Tiene el gusto de la conversación inteligente. Virgilio Piñera y los entonces jóvenes Antón Arrufat, Reynaldo González, Umberto Peña, Chantal y José Triana, lo visitan en la noche de los martes —o los jueves, ya no recuerdo— de cada semana en su casa de Trocadero. Animan una tertulia memorable y degustan, mientras conversan, «el mejor té de La Habana Vieja», como calificaba Lezama al que preparaba María Luisa. Asiduo también, pero en solitario, es Miguel Barnet, que colma, cuando aparece, la alegría del poeta. No faltan Cintio y Fina ni monseñor Gaztelu, amigos queridísimos. Tampoco las hermanas de Amelia Peláez, que llevan siempre una fuente de yemas dobles, tan gustadas por el poeta. A otros, como a este escribidor, abre de par en par su rica biblioteca, en la que guarda primeras ediciones de autores españoles del Siglo de Oro, que fue comprando a plazos, y un ejemplar de Episodios de la Revolución Cubana, de Manuel de la Cruz, dedicado por su autor a José Martí y que tiene anotaciones y subrayados del Apóstol.
Le llegan libros nuevos y revistas del exterior. Repasa a Proust, a Góngora, a Quevedo. Relee a Martí. Escribe aun cuando sabe que las horas muertas son muchas y no siempre pueden llenarse con poemas. Su obra no siempre le propina interpretaciones generosas, dice el ensayista Reynaldo González. Ni dentro ni fuera del país. «Dentro arrastró la inquina de rencillas literarias enquistadas y, gracias a la polarización que propiciaron los cambios, llevadas a verdadero terrorismo cultural». El desierto está creciendo, repite Lezama recordando a Zaratustra.
Una solución hubiera sido que saliera temporalmente de la Isla. Lo invitan instituciones culturales y editoriales extranjeras, y María Luisa insiste en que las acepte. Se dice que de manera continuada le negaron esa posibilidad. No estoy seguro de eso. Cuando en 1969, la UNESCO lo invitó a París, el poeta, con toda la documentación necesaria en la mano para salir de Cuba, canceló inesperadamente el viaje en el último minuto, como antes, en 1939, terminó por no aceptar la beca que por intermedio de Juan Ramón Jiménez le concedió la Universidad de Gainesville, en Florida.
Le pregunté qué lo hizo desistir del viaje a París. Me respondió: «Solo una delgada lámina de aluminio nos separa de la eternidad cuando viajamos en avión». Comentaría a Pablo Armando Fernández que le había consultado a su madre, fallecida cinco años antes, su parecer sobre la ida a París, y que ella le contestó: «Joseíto, no hagas ese viaje».
Aparte de una estancia que de niño hizo en Estados Unidos junto con su familia, Lezama solo salió de Cuba, y siempre por poco tiempo, en dos ocasiones: México, en 1949, y Jamaica, al año siguiente. San Agustín decía que quien moría fuera de la Ciudad de Dios no alcanzaba la resurrección. Para José Lezama Lima la Ciudad de Dios era La Habana.
Con Virgilio
Lezama y Virgilio Piñera se conocieron en los días de la revista Espuela de Plata. Virgilio lo atacó en su revista Poeta, y como Lezama supo que volvería a ser atacado en un número subsiguiente de dicha publicación, en una ocasión en que coincidieron en el teatro Auditórium lo invitó a resolver el diferendo a puñetazos. Intercambiaron algunos golpes en el parque de Calzada y D, pero el pintor Mariano Rodríguez, que seguía el incidente desde una esquina, al grito de «Ahí viene la Policía», logró detener la pelea y que los contendientes corrieran cada cual por su lado.
Volvieron luego a amigarse. Virgilio está entre los colaboradores de la revista Orígenes y Lezama le confía una especie de corresponsalía en Buenos Aires. Las diferencias se ahondan cuando José Rodríguez Feo se separa de Orígenes y con Virgilio a su lado comienza a editar la revista Ciclón, y luego, ya en 1959, cuando se acerca a los jóvenes de Lunes, semanario cultural del periódico Revolución. Sin embargo, tras la publicación de Paradiso, Virgilio se comunica con Lezama por teléfono. «Yo no puedo estar peleado con el autor de una novela como esa». Lezama, que siempre dejaba la puerta abierta para «la reconciliación total y dulce», frase de Pascal que gustaba repetir, respondió: «Esperaba su llamada. Venga a verme cuando usted quiera».
A partir de ahí la amistad no volvería a interrumpirse. En ocasión del cumpleaños 60 de Lezama, Virgilio escribió unas páginas sobre Lezama en las que no dio entrada, sin embargo, a detalles de la relación personal. Lezama a su vez le dedicaría un poema cuando Virgilio arribó a igual edad. Habrá otro poema. Lo escribe Virgilio el día de la muerte de Lezama en el vestíbulo de la funeraria, pues no se atrevió a entrar a la capilla mortuoria: Dice en sus primeros versos: «Por un plazo que no puedo señalar / me llevas la ventaja de tu muerte: / lo mismo que en la vida, fue tu suerte / llegar primero. Yo, en segundo lugar…».
Hoy no estoy para hospitales
Lezama, que siempre trabajó en la niebla y en la oscuridad y aun dentro del caos, sufre en silencio el silenciamiento y sigue escribiendo con su alegría trabajadora. Pero ya nada es lo mismo y pese a los reclamos de editores extranjeros se niega a publicar sus libros si antes no aparecen en su patria. Así lo sorprende la enfermedad y la muerte, el 9 de agosto de 1976.
Había comenzado a padecer de una incontinencia urinaria y parece que en algún momento llegó a orinar sangre. Su médico lo atiende con esmero, pero el poeta se niega a internarse en un hospital cuando lo exige el curso de su padecimiento. Vive convencido de que los Lezama mueren cuando ingresan en una casa de salud. Así sucedió con su padre, su madre, su hermana Rosita…
El viernes 6 de agosto lo visita Alba de Céspedes, la escritora italiana de hondas raíces cubanas. Lo encuentra muy desmejorado, abatido, ensimismado. Al día siguiente, de mañana, Alfredo Guevara, titular del Instituto Cubano del Arte y la Industria Cinematográficos, en nombre del doctor Osvaldo Dorticós, entonces Presidente de la República, se comunica por teléfono con María Luisa. Alba había comentado en altas esferas del Gobierno acerca de la enfermedad del escritor. Guevara informa a María Luisa que todo está previsto en el pabellón Borges del hospital Calixto García para recibir a Lezama; lo espera el cuerpo médico en pleno de dicho pabellón y que una ambulancia había salido ya a buscarlo. Conversaban todavía Guevara y María Luisa cuando el vehículo aparcaba frente a la casa. Pero Lezama se niega a salir de ella. Dice: «Hoy no estoy para hospitales; mi mente no está acondicionada aún para la mudanza».
El domingo 8 vuelve la ambulancia. Ya en el hospital, le diagnostican una pulmonía y se decide someterlo a un tratamiento intensivo. Lezama, muy intranquilo, estuvo consciente hasta las ocho de la noche. Después cayó en un letargo y a las dos de la mañana del lunes 9 era cadáver. Murió de un infarto cardíaco. En opinión de los médicos y de la misma María Luisa fueron fatales las 24 horas perdidas entre la mañana del sábado y la del domingo. Lezama decía que su padre había muerto de una «tonta» pulmonía. Otra «tonta» pulmonía se le atravesaba a él en el camino.
Había escrito su último poema meses antes. Hizo toda su obra para llenar una ausencia y buscar una compañía insuperable. El pabellón del vacío es el título de ese poema. Dice en sus versos finales: «Me duermo / en el tokonoma / evaporo el otro que sigue caminando».
Lezama Lima, ya centenario, sigue su camino en los jóvenes que buscan sus libros. En las imágenes bellísimas, atrevidas y perturbadoras de una película. En su obra inabarcable.